El timo

Manuel sale del oftalmólogo de la Seguridad Social pesaroso: necesita gafas progresivas. Tiene miopía y una presbicia avanzada. Se gana la vida dando clases particulares de guitarra y es urgente que las utilice.
De regreso a casa, mira el escaparate de la óptica del barrio y entra a preguntar.
–¿Buenas tardes caballero en qué puedo servirle? –le dice una madurita de buen ver con sonrisa Profidén.
Él mira la plaquita con su nombre de pila y le contesta:
–Pues mire, señorita María, acabo de salir del especialista y me ha dicho que necesito lentes progresivas. Quería dar un vistacito…
La dependienta lee la nota con la graduación y le pregunta:
–¿Cómo le gustan?
–Sencillitas. De las de toda la vida...
–Muy bien. ¿Le parece que comencemos por las de Ralph Lauren? Creo que serían ideales para su fisonomía.
Manuel comienza a sudar, nervioso. Tose varias veces. Se aclara la garganta, y, por fin, le contesta:
–Seguro que serán de muy buena calidad... pero, mejor empecemos por las que hay en el escaparate... rondando los 50€.


María se percata de que el caballero tiene apreturas económicas y se lanza al expositor de las marcas blancas. Con todo, cuando Manuel sale del establecimiento, su cara no es larga, es una mopa abrillantando el suelo. Presupuesto: 600€.
Al llegar a su apartamento mira una a una todas las habitaciones. Abre los armarios, los cajones, mueve los objetos y se sienta. Con un pitillo en la comisura, cavila. Minutos más tarde, parece ‘Chiquito de la calzada’ en plena actuación: va de un lado a otro de la casa a toda prisa.
Sobre la mesa del comedor agrupa distintas piezas: ropa, libros, pequeños electrodomésticos, zapatos y hasta un rosario de su abuela...
A primera hora de la mañana, con una maleta de ruedas, se recorre todas las tiendas de compraventa de la ciudad. Repite la misma operación durante una semana. El dinero que recoge lo guarda en una cajita, y, por las noches, lo cuenta...
 –Quinientos noventa y siete, noventa y ocho, noventa y nueve… y seiscientos. ¡Bien por ti, Manuel! –se anima a sí mismo. ¡Ya tienes las gafas!
Al día siguiente, ha quedado con un amigo que sabe todo sobre su vida; entre otras cosas que vive en el umbral de la pobreza. No se ven muy a menudo porque Juan –su colega— ha prosperado muchísimo, y, a Manuel, se le hace una montaña dejar su mundo de cartón piedra para introducirse en la todopoderosa burguesía.
Después de la comida, cuya minuta abona Juan. Comentan los pormenores de sus vidas. Manuel le cuenta el suceso de los anteojos y el esfuerzo que ha hecho para reunir el dinero…
–Desde luego que le has echado huevos –cometa Juan.
–Cierto. Sin embargo, malvendiendo algunas de mis pertenencias, me he sentido como una verdadera mierda (pausa). Bueno, eso ya no importa.
–Estoy pensando que podríamos ir a mi óptica. Seguro que te hacen un precio especial y te ahorras algo de dinero –insinúa Juan para animar a Manuel.
–Prefiero no molestarte. Como decía mi madre: «El burro no es de donde nace sino de donde pace».
–¡Caray! Tienes refranes para todo. No es ninguna molestia –Juan mira su dietario y agrega—: Tengo una hora libre. Si quieres vamos en un momento. Está cerca.
–Está bien: tú ganas.
La pareja se encamina hacia la óptica charrando del día a día.
En el comercio los recibe una agradable señorona vestida de Chanel. A Manuel no le agradan demasiado las monturas, pero como le hacen un precio especial, calla. Se ahorrará 50€ y lucirá unas Vogue.
Seis meses más tarde, vuelve a la revisión oftalmológica y le dice al doctor:
–Doctor le hice caso y me compré unos lentes progresivos de los buenos.
–Y veo que los lleva a gusto –comenta el doctor.
–Cierto. Estoy muy contento.
–Me alegro. A ver, déjeme las gafas un momento.
Manuel se quita las lentes y se las entrega al especialista, quien las pasa por diversos aparatos tecnológicos. Terminado el recorrido le dice a Manuel:
–¡Que pena que no sean cristales Premium! La diferencia es abismal.
–No serán Premium, pero por lo menos son de gama alta.
El doctor carraspea, incómodo. Junta las manos sobre el escritorio, lo mira con cara de resignación, y le contesta:
–Manuel siento decirle que lleva unos cristales normalitos... De gama intermedia básica.
–¿Qué quiere decir…?
–No puedo mentirle. Como vulgarmente se dice: le han dado gato por liebre  –el oftalmólogo se encoge de hombros.
Manuel sale de la consulta como si Muhammad Ali lo hubiera noqueado en el cuadrilátero.


Coincidencia: Juan le espera en un restaurante para comer. Tras los cafés, Manuel aborda la desagradable incidencia y le dice que pasará a reclamar por la óptica...
–¿Ves bien, Manuel? –le pregunta Juan.
–Sí. Pero estos cristales cuestan 200€ menos de lo que me cobraron. ¡Me han timado! –argumenta Manuel con cara de circunstancia.
–¡A callar que fui tu aval! –increpa Juan ligeramente alterado.
–¿Cómo dices...?
–Esas cosas pasan. Que no se te ocurra volver a mencionar el asunto –Juan se estira el nudo de la corbata, se atusa el cabello engominado, se levanta y sale del local.
A Manuel se le queda cara de gilipollas.

©Anna Genovés
18/08/2016

James Bay- Best Fake Smile

El timo

by on 14:14:00
El timo Manuel sale del oftalmólogo de la Seguridad Social pesaroso: necesita gafas progresivas. Tiene miopía y una presb...


…“Él era sociable, un «jefe nato». Ella no y renunció a intentar serlo. Y así, por caminos bordeados de tiernas miradas y con una fidelidad íntegra y total, comenzaron a discurrir sus sendas separadas, la de él, una senda pública, una marcha de satisfactorias conquistas; la de ella, una senda apartada y solitaria, que eventualmente recorrería los pasillos de hospital. Pero no carecía de esperanzas. La fe en Dios le daba fuerzas y, de vez en cuando, acontecimientos terrenos complementaban su fe en su infinita misericordia: leía acerca de un milagroso medicamento, oía hablar de una nueva terapéutica o, como acababa de ocurrir, decidía creer que todo se debía a un «nervio atenazado».

—Los objetos pequeñitos le pertenecen a uno del todo —dijo cerrando el abanico—. No hay que dejarlos: siempre se pueden llevar; caben en una caja de zapatos.
—¿Llevarlos adonde?
—Pues adondequiera que vayas. Puede que un día tengas que pasar mucho tiempo fuera de tu casa.

Algunos años atrás, la señora Clutter tuvo que ir a Wichita para un tratamiento de dos semanas y pasó allí dos meses. Por consejo de un médico que creyó que aquella experiencia la ayudaría a recuperar «la sensación de bastarse a sí misma y de ser útil», tomó un piso y buscó trabajo. La admitieron en la YWCA1 en la sección de ficheros. Su esposo, completamente de acuerdo, la animó en la aventura; pero a ella le gustó mucho, tanto que le pareció poco cristiano y el sentimiento de culpabilidad que despertó en ella fue mayor que el valor terapéutico del experimento.

—O quizá no regreses jamás a tu casa. Y... siempre es importante tener algo propio consigo. Estas cosas nos pertenecen, sin discusión.

Llamaron al timbre. Era la madre de Jolene. La señora Clutter le dijo:

—Adiós, hija —y apretó el abanico de papel en la mano de Jolene—. Sólo vale unos centavos... pero es bonito.

Después, la señora Clutter quedó sola en la casa. Kenyon y Herb estaban en Garden City. Gerald van Vleet había terminado su trabajo. La bendita señora Helm, la asistenta doméstica a la que podía confiarle todo, no iba los sábados. Podía volverse a la cama, a aquella cama que tan raramente abandonaba, hasta el punto que la pobre señora Helm tenía que librar una batalla para cambiar las sábanas dos veces por semana.
En el piso superior había cuatro dormitorios; el suyo estaba al extremo de un espacioso vestíbulo en el que no había más que una cuna, comprada para las visitas de su nieto. Si se traían literas y el vestíbulo se empleaba como dormitorio, la señora Clutter calculaba que la casa podía albergar a veinte invitados durante la festividad de la Acción de Gracias; los demás tendrían que acomodarse en el motel o en casa de algún vecino.
Era tradición, cada año repetida, que el Día de Acción de Gracias los Clutter se reunieran en pleno en casa de uno de sus miembros, y como aquel año le tocaba a Herb hacer de anfitrión, no había más remedio que tenerlo todo dispuesto. Pero como esto coincidía con los preparativos de la boda de Beverly, la señora Clutter no estaba segura de lograr sobrevivir a ambos proyectos. Los dos exigían tomar muchas decisiones, algo que ella detestaba y que la vida le había enseñado a temer, porque cuando su marido salía de viaje, todos pretendían que ella tomara decisiones de emergencia sobre cosas de la finca que no podían esperar y eso le resultaba intolerable, una auténtica tortura. ¿Y si se equivocaba? ¿Y si hacía algo que luego le parecía mal a Herb? Lo mejor era encerrarse con llave en su cuarto y pretender no oír nada o sencillamente decir:

—No puedo. No sé. Por favor.

La habitación que tan raramente abandonaba era austera; si la cama estaba hecha, un extraño hubiera imaginado que no la ocupaba nadie. Una cama de roble, un escritorio de nogal, una mesita de noche. Nada más, salvo lámparas, la cortina de una ventana y una imagen de Jesús caminando sobre las aguas. Era como si, manteniendo aquella habitación impersonal, no teniendo en ella sus objetos íntimos sino dejándolos en la del esposo, atenuase la culpa de no compartir sus dominios. El único cajón que usaba del escritorio contenía un frasco de Vick's Vaporub, un paquete de Kleenex, una esterilla eléctrica, unos cuantos camisones blancos y calcetines de algodón. Para meterse en cama se ponía siempre calcetines porque invariablemente tenía frío. Y por la misma razón, mantenía la ventana siempre cerrada. Dos veranos atrás, un sofocante domingo de agosto por la mañana, estando recluida en su cuarto, había ocurrido un incidente desagradable.
Tenían invitados, un grupo de amigos que se había reunido en la casa para ir luego a coger moras. Entre ellos estaba Wilma Kidwell, la madre de Susan. Como la mayoría de personas que frecuentaban la casa de los Clutter, la señora Kidwell aceptaba sin comentarios la ausencia del ama de casa y daba por supuesto que estaba «indispuesta» o «allá en Wichita». Aquel día, cuando llegó el momento de ir por moras, la señora Kidwell se excusó, mujer de ciudad se cansaba enseguida de andar por el campo. Al cabo de un rato de estar en la casa, oyó un llanto desconsolado y desconsolador.

—¿Bonnie? —llamó, y corrió escaleras arriba cruzando el vestíbulo, hasta llegar a la puerta de la habitación de Bonnie.

Abrió la puerta y la sofocante atmósfera de la habitación fue como una terrible mano que de pronto le tapara la boca. Corrió a abrir la ventana.

—¡No! —gritó Bonnie—. No tengo calor. Tengo frío. Estoy helada. ¡Señor! ¡Señor! ¡Señor! —y agitando los brazos continuó—: Te lo ruego, Señor. No dejes que nadie me vea en este estado.

La señora Kidwell se sentó en la cama. Quería tomar a Bonnie en sus brazos y al final Bonnie dejó que lo hiciera.

—Wilma —le dijo—. Os he estado escuchando, Wilma. A todos vosotros. ¡Cómo os reíais! ¡Cómo os divertíais! Yo me lo pierdo todo. Los años mejores, los niños... todo. Un poco más, y Kenyon habrá crecido, será un hombre. ¿Y cómo me recordará? Como una especie de fantasma, Wilma.

Hoy, en el último día de su vida, la señora Clutter guardó en el armario la bata de cretona que llevaba puesta, se puso uno de sus largos camisones y un par de calcetines blancos limpios. Antes de acostarse, se cambió las gafas normales por las de lectura. A pesar de que estaba suscrita a varias revistas (al Ladies'Home Journal, al McCall's, al Reader's Digest y al Together; Midmonth Magazine for Methodist Families) no tenía ninguna en su mesita de noche. Sólo una Biblia entre cuyas páginas, un marcador de seda rígida y desvaída tenía bordada la inscripción: «Atiende, ora y vigila, porque no sabes cuándo te llegará la hora».”...

Extracto de A sangre fría de Truman Capote.






Coronas sin agua


El tiempo vuela: pájaro alado. Ayer era niña, Hoy es madre.

El tiempo vuela: viento místico. Ayer fue hermosa, hOy es deforme.

El tiempo vuela: pan mojado. Ayer estaba alegre, hoy es tRisteza.

La vida es cruel: espada que guillotina cuerpos. CueRda que ahoga escotes.

La muerte blande su arma; guadaña en el horizOnte, oscuridad que cubre el rostro.

Lluvia de suelos, pavimento de lodo blanco, cuerpos enteRrados: loco.

Gusanos que hablan
huesos que se rompen.
La carne marcha al agujero.

Cruz de mármol
estacas clavadAs
tierra húMeda
cORonas sin agua.
Miedo atenazado.


©Anna Genovés
30/07/2016


Lacrimosa - Ich Verlasse Heut Dein´ Herz (Subtitulos Alemán/Español)


Coronas sin agua

by on 21:21:00
…“Él era sociable, un «jefe nato». Ella no y renunció a intentar serlo. Y así, por caminos bordeados de tiernas miradas y con una f...